jueves, 8 de enero de 2015

SOBREVIVIENTE

Surcaba el cielo claro todas las noches. Solitario y libre, traspasando la luz de luna en sus diferentes fases. Era uno de los últimos. El dragón no conocía el miedo, no tenía razones para temer. Su tamaño lo hacía el ser más grande sobre el planeta, sus pulmones que escupían fuego causaban pavor a cualquier otra criatura conocida. Leones, osos y tiburones le temían por igual. La noche, el frío o el agua del mar no disminuían el deseo letal ni la capacidad del gran ser alado para aniquilarlos cuando su enorme estómago le demandaba alimento.

El animal más carnívoro, el más temido en desiertos y montañas. El dragón no tenía rival. Eso lo hacía aún más implacable: aunque tuviera una ruta diaria en la que se sentía cómodo, si la curiosidad le ordenaba explorar un territorio miles de kilómetros más allá de ella, podía hacerlo sin que le representara cansancio.

La ausencia de hembras de su especie lo convertía en un ser más iracundo que cualquier otro. Destruía bosques sin justificación. La piromanía recorría sus venas. Podía contemplar las llamas escupidas desde su interior comiéndose hectáreas de verdes árboles, de altos pinos, sólo por un impulso destructor.

La última glaciación terminó con la vida de la mayoría de sus similares, entre los decesos estaba la totalidad de las pocas hembras restantes. Era un sobreviviente que conocía esta historia dada su longevidad, fue testigo ocular de la catástrofe. El suceso le hacía odiar cualquier sensación de frío. Los polos eran su único límite mental, le hacían recordar los tiempos difíciles de su especie.

Sabía que sus días estaban contados, pero también era consciente de que su muerte tardaría en llegar. Sólo la vejez podía terminar con él y para eso faltaban más de 600 años.

Una sensación intensa lo despertó una mañana cálida en el interior de su cueva. Algo que jamás antes había sentido. Se trataba de dolor. Un pinchazo a través de su garganta lo hizo sufrir y enfurecer.

Cuando abrió los ojos lo primero que vio en el suelo era un líquido rojo, algo espeso. Notó que brotaba de su cuerpo, estaba desconcertado. Aún no salía de su impresión cuando sintió más dolores casi simultáneos en diferentes zonas: alas, piernas, brazos, estómago, cola, mejillas. Su reacción inmediata fue luchar, pero en cuanto trató de levantarse se sintió débil; se encontró en medio de un charco de sangre. Escupió fuego ante sus diminutos agresores de dos patas pero sólo empeoró la situación. Podía sentir las llamas recorriendo su cuerpo, quemándolo mientras el olor a azufre salía por sus heridas mezcladas con el hedor que provocaban las fugas de sus venas.

Miró al exterior de la cueva y reconoció a más individuos de dos patas, criaturas que no había visto nunca antes, seres que no tenían pelo como todos los demás, que el único pelaje que llevaban encima estaba constituido por melenas de leones y dermis de oso. Con ayuda de trozos de árboles, los agresores que lo miraban desde fuera cargaban uñas, colmillos, cuernos, piel, carne y pedazos de cartílago de alas claramente pertenecientes a otros dragones, a juzgar por su tamaño.


Seguramente la víctima sangrante, aquel temible dragón, estaba siendo testigo de la prematura extinción de su especie a manos de una extraña plaga mortal.


(Imagen tomada del sitio http://www.fondosdepantalla.biz/images/wallpapers/El_Ojo-1024x768-28945.jpeg)

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