Todavía no terminaba el primer mes del año y él ya
contaba diecisiete muertos. Desde que enero comenzó, en el pueblo se escuchaban
rumores sobre la muerte de tal o cual persona, murmuraciones que para su
desgracia terminaban siendo verdades crudas.
Hilario conocía a todos los difuntos que el año
nuevo traía consigo. Las personas solían ser rostros contemporáneos a él.
Ancianos de más de doce lustros de edad. Sólo que él tenía algo que lo hacía
diferente de todos esos cuerpos ahora fríos. Hilario era amigo recurrente de la
soledad.
Su único hijo había muerto varios años atrás cuando
el toro pisó su cabeza en el suelo apenas comenzado el jaripeo de la fiesta del
pueblo; una tragedia que conmovió a todos. El hecho debilitó su matrimonio,
Hilario y su esposa Martina discutían a menudo como echándose la culpa del
deceso. Aún eran jóvenes cuando decidieron divorciarse. Ella no pidió nada más
que deshacerse de él.
“No me siento solo” se repetía mientras caminaba
por la calle, pero al llegar a casa las paredes eran crueles, le gritaban en la
cara su maldita soledad.
Su vivienda era grande, con un patio gigantesco cubierto
por una improvisada y rústica capa de concreto; demasiado espacio sólo para él.
Hacer composturas a su hogar se volvió una especie de distracción, mucho dinero
de su pensión se iba en arreglos del domicilio.
Lo único que separaba a Hilario de la soledad
absoluta eran los insectos que merodeaban entre los muebles durante las noches.
Con sus vecinos se había ganado fama de ser un viejo indiferente, bastante
apático. La señora que vivía en la casa contigua lo desdeñaba, lo consideraba
un amargado de lo peor porque solía salir a la calle a regañar a los muchachos
que jugaban futbol sin ninguna consideración de puertas, transeúntes ni
horarios. Entre los sermoneados estaba el hijo menor de la vecina y por ello
Hilario era su última opción para entablar una conversación.
El veintidós de enero fue desastroso para él. Octavio,
su mejor amigo desde la juventud, pereció. El cáncer de colon ganó la batalla.
Hilario sintió la fuerza de un puño golpeando sus entrañas en el momento en que
se enteró. Era como si una parte de él se hubiera ido para siempre, quizá peor
que eso. Hubiera preferido perder ambas piernas que asimilar muerto a su más
amado camarada.
Se cambiaba de ropa para salir a casa de Octavio, a
dar el pésame a la familia y despedirse del cuerpo inerte dentro de la caja,
acomodado frente a un altar lleno de santos. En ese momento pensó que de ir a
ese lugar la tristeza lo invadiría aún más, sería una tirana en su cerebro.
Nunca le había gustado, en toda su vida, asistir a funerales. Permaneció
sentado a orilla de su cama, pensando. “Cuando se es joven, uno nunca repara sobre
su vida futura en la vejez”, eran las palabras que lo hacían quedarse con la
mirada fija en el piso de ajedrez de un corredor que podía verse a través de la
puerta de su recámara.
En medio de su triste sorpresa comenzó a traer
recuerdos a su mente. Sus neuronas le presentaban imágenes cada que cerraba los
párpados. En todas ellas aparecían viejos conocidos que ahora estaban en el
panteón o esparcidos en cenizas por ahí. La senectud era la culpable constante.
Notó que todos los seres que alguna vez le cayeron bien, todos aquellos que en
algún momento le importaron, ya no estaban con vida. Todos, excepto Martina, de
la que ahora no sabía absolutamente nada.
Se sintió en verdad solo. Antes lo había hecho,
cuando algunos de sus amigos cambiaban su lugar de residencia. Sin embargo esta
ocasión era crudamente peor. Nunca los volvería a ver, nunca más podría intercambiar
palabras, sonrisas o simples gestos con ellos.
La idea del suicidio comenzó a correr en su mente.
El mezcal bebido directamente de la botella potenciaba su pensamiento decadente
al recordar el rostro de su hijo, las sonrisas de su ex esposa, los momentos
alegres de sus amigos, ahora muertos, podridos bajo la tierra. El sonido del viento
en las puertas de su casa y en los pequeños huecos de sus ventanas incrementaba
esa maldita sensación indeseable.
La vida siempre le pareció un acto simple, hasta
hoy. Cayó en cuenta que toda su existencia cobraba sentido en función de los
demás. Cuando salía a dar unos pasos por la banqueta notaba que su bastón lo
conocía mejor que cualquier persona que pudiese ver “¿Cuán mediocre debía ser
alguien para estar completamente solo? ¿O era la gente?” Ningún muchacho
saludaba a la gente mayor cuando se topaban en la calle “¿Qué no les enseñaron
los padres algo de respeto por los ancianos?”. Este mundo despreciaba a los
viejos, los botaba a sus confines sociales.
Lobo, un perro desangrándose sobre la acera, apareció a
finales de octubre del año que hace unos días había culminado. Hilario lo tomó
de la piel del cuello y lo arrastró como pudo hasta el interior de su casa. La
criatura mejoró notablemente por cuatro días; en el quinto amaneció tiesa,
pálida y con moscas a su alrededor. “¡Cómo pretendo huir de esta soledad si ni
siquiera soy capaz de mantener vivo a un perro!”.
Su pensamiento suicida no desaparecía desde la
muerte de Octavio, aquella idea sólo se escondía gracias a las noticias y ocupaciones
diarias. La muerte de Lobo, su única
esperanza de compañía incondicional, trajo nuevamente al primer plano las ganas
de matarse. Tenía que matarse a como diera lugar.
Compró pentobarbital argumentando insomnio, pero el
efecto se reducía al de un sedante, una droga que le provocaba alucinaciones e
inmediatamente después unas ganas terribles de dormir; su cuerpo parecía
tolerarlo con normalidad a pesar de su edad.
Conocida era la zona de prostitutas en la ciudad
cercana. Una enfermedad de transmisión sexual lo suficientemente atroz sería su
pase seguro a la muerte. Pagó y llevó al hotel a una de las más baratas que le
garantizara una infección y posterior desahucio. La erección nunca llegó, la
sexoservidora no dijo nada y salió de la habitación. Hilario estaba furioso, concebía
el sinsentido de su existencia como un peso enorme que le aplastaba la espalda.
Un puente peatonal sería quizá el matadero idóneo, pero o estaban en reparación
o su estructura era cerrada para evitar actos como el que Hilario deseaba
consumar.
La oscuridad llegaba al cielo citadino haciendo
notorios letreros de neón de bares. Hilario entró a uno de ellos, quería un
trago que aliviara su molestia. Sus ojos tardaron en acostumbrarse a
la oscuridad del sitio, la torpeza de sus ojos hizo que golpeara el tobillo de
una mujer con el bastón. La dama se quejó con un grito y su ebrio acompañante
lanzó un golpe directo a la quijada del anciano. Su placa dental voló hasta
caer metros lejos de ambos. Hilario sonreía mostrando las encías. Su momento
ansiado estaba frente a él, sólo un golpe certero en su pecho bastaría para
provocar una arritmia cardíaca y morir de un paro, fallecer a
consecuencia de una pelea de bar, nunca antes tuvo una trifulca etílica, ésta
sería la primera y con algo de suerte también sería la última.
“Como vas, pendejo”
El hombre ebrio caminó hacia el viejo decidido a
propinar un golpe. Hombres se acercaron a él para amagar sus brazos y su paso.
Otros más sacaron a Hilario del lugar a pesar de sus fuertes reclamos.
Al llegar a casa el llanto se apoderó de él, su
bastón era ahorcado con la poca fuerza de su portador ante tal rabia e
impotencia. Los testigos de su desesperación fueron sólo objetos inanimados. Un
viejo miserable, atrapado en la vida como por una mala broma divina. Su
existencia le parecía no tener el mínimo sentido, y sin embargo no podía
escapar hacia la muerte.
Estaba dispuesto a beber una botella completa de
alcohol de su mesa en la cocina. Alguien llamó a la puerta, por la forma en la
que tocaron sabía que se trataba de su ex esposa ¿Qué quería esa mujer paranoica?
La anciana lloraba, “Todos se han ido” dijo en cuanto Hilario abrió, lo abrazó
al instante. Ambos sabían que sus amistades habían partido, los dos sentían
enorme tristeza. Al cabo de largo tiempo abrazados, la mujer se retiró diciendo
un simple “Gracias”.
El abuelo sintió cierto alivio, una tranquilidad
misteriosa, un ligero consuelo. No estaba tan solo después de todo.
Una mañana cálida de febrero, la vecina de la casa
contigua percibió un olor desagradable. Parecía provenir de la calle, así que
abrió su puerta con la intención de hallar la fuente del hedor. Sólo pudo ver a
más vecinos en sus respectivas puertas preguntándose por la fuente de tan
desagradable aroma.
Pasado el mediodía el olor se hizo insoportable.
Alguien llamó a la policía para reportar el asunto, los oficiales tocaron
puerta por puerta, nadie abrió la del anciano y tuvieron que entrar por la
fuerza. El deseo de Hilario se había cumplido, no hubo testigos de su intenso
dolor causado por la pancreatitis en los últimos días. Nadie organizó un
sepelio, ni siquiera Martina, nadie supo si ella se enteró o no del deceso. El
cuerpo podrido tocó la gélida superficie de la cama de concreto en la morgue
para practicar la autopsia y luego ser depositado en la fosa común.
(Imagen tomada del sitio http://www.clipyoo.com/clip/anciano-caminando-y-alejandose)
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