viernes, 16 de enero de 2015

HILARIO

Todavía no terminaba el primer mes del año y él ya contaba diecisiete muertos. Desde que enero comenzó, en el pueblo se escuchaban rumores sobre la muerte de tal o cual persona, murmuraciones que para su desgracia terminaban siendo verdades crudas.

Hilario conocía a todos los difuntos que el año nuevo traía consigo. Las personas solían ser rostros contemporáneos a él. Ancianos de más de doce lustros de edad. Sólo que él tenía algo que lo hacía diferente de todos esos cuerpos ahora fríos. Hilario era amigo recurrente de la soledad.

Su único hijo había muerto varios años atrás cuando el toro pisó su cabeza en el suelo apenas comenzado el jaripeo de la fiesta del pueblo; una tragedia que conmovió a todos. El hecho debilitó su matrimonio, Hilario y su esposa Martina discutían a menudo como echándose la culpa del deceso. Aún eran jóvenes cuando decidieron divorciarse. Ella no pidió nada más que deshacerse de él.

“No me siento solo” se repetía mientras caminaba por la calle, pero al llegar a casa las paredes eran crueles, le gritaban en la cara su maldita soledad.

Su vivienda era grande, con un patio gigantesco cubierto por una improvisada y rústica capa de concreto; demasiado espacio sólo para él. Hacer composturas a su hogar se volvió una especie de distracción, mucho dinero de su pensión se iba en arreglos del domicilio.

Lo único que separaba a Hilario de la soledad absoluta eran los insectos que merodeaban entre los muebles durante las noches. Con sus vecinos se había ganado fama de ser un viejo indiferente, bastante apático. La señora que vivía en la casa contigua lo desdeñaba, lo consideraba un amargado de lo peor porque solía salir a la calle a regañar a los muchachos que jugaban futbol sin ninguna consideración de puertas, transeúntes ni horarios. Entre los sermoneados estaba el hijo menor de la vecina y por ello Hilario era su última opción para entablar una conversación.

El veintidós de enero fue desastroso para él. Octavio, su mejor amigo desde la juventud, pereció. El cáncer de colon ganó la batalla. Hilario sintió la fuerza de un puño golpeando sus entrañas en el momento en que se enteró. Era como si una parte de él se hubiera ido para siempre, quizá peor que eso. Hubiera preferido perder ambas piernas que asimilar muerto a su más amado camarada.

Se cambiaba de ropa para salir a casa de Octavio, a dar el pésame a la familia y despedirse del cuerpo inerte dentro de la caja, acomodado frente a un altar lleno de santos. En ese momento pensó que de ir a ese lugar la tristeza lo invadiría aún más, sería una tirana en su cerebro. Nunca le había gustado, en toda su vida, asistir a funerales. Permaneció sentado a orilla de su cama, pensando. “Cuando se es joven, uno nunca repara sobre su vida futura en la vejez”, eran las palabras que lo hacían quedarse con la mirada fija en el piso de ajedrez de un corredor que podía verse a través de la puerta de su recámara.

En medio de su triste sorpresa comenzó a traer recuerdos a su mente. Sus neuronas le presentaban imágenes cada que cerraba los párpados. En todas ellas aparecían viejos conocidos que ahora estaban en el panteón o esparcidos en cenizas por ahí. La senectud era la culpable constante. Notó que todos los seres que alguna vez le cayeron bien, todos aquellos que en algún momento le importaron, ya no estaban con vida. Todos, excepto Martina, de la que ahora no sabía absolutamente nada.

Se sintió en verdad solo. Antes lo había hecho, cuando algunos de sus amigos cambiaban su lugar de residencia. Sin embargo esta ocasión era crudamente peor. Nunca los volvería a ver, nunca más podría intercambiar palabras, sonrisas o simples gestos con ellos.

La idea del suicidio comenzó a correr en su mente. El mezcal bebido directamente de la botella potenciaba su pensamiento decadente al recordar el rostro de su hijo, las sonrisas de su ex esposa, los momentos alegres de sus amigos, ahora muertos, podridos bajo la tierra. El sonido del viento en las puertas de su casa y en los pequeños huecos de sus ventanas incrementaba esa maldita sensación indeseable.

La vida siempre le pareció un acto simple, hasta hoy. Cayó en cuenta que toda su existencia cobraba sentido en función de los demás. Cuando salía a dar unos pasos por la banqueta notaba que su bastón lo conocía mejor que cualquier persona que pudiese ver “¿Cuán mediocre debía ser alguien para estar completamente solo? ¿O era la gente?” Ningún muchacho saludaba a la gente mayor cuando se topaban en la calle “¿Qué no les enseñaron los padres algo de respeto por los ancianos?”. Este mundo despreciaba a los viejos, los botaba a sus confines sociales.

Lobo, un perro desangrándose sobre la acera, apareció a finales de octubre del año que hace unos días había culminado. Hilario lo tomó de la piel del cuello y lo arrastró como pudo hasta el interior de su casa. La criatura mejoró notablemente por cuatro días; en el quinto amaneció tiesa, pálida y con moscas a su alrededor. “¡Cómo pretendo huir de esta soledad si ni siquiera soy capaz de mantener vivo a un perro!”.

Su pensamiento suicida no desaparecía desde la muerte de Octavio, aquella idea sólo se escondía gracias a las noticias y ocupaciones diarias. La muerte de Lobo, su única esperanza de compañía incondicional, trajo nuevamente al primer plano las ganas de matarse. Tenía que matarse a como diera lugar.

Compró pentobarbital argumentando insomnio, pero el efecto se reducía al de un sedante, una droga que le provocaba alucinaciones e inmediatamente después unas ganas terribles de dormir; su cuerpo parecía tolerarlo con normalidad a pesar de su edad.

Conocida era la zona de prostitutas en la ciudad cercana. Una enfermedad de transmisión sexual lo suficientemente atroz sería su pase seguro a la muerte. Pagó y llevó al hotel a una de las más baratas que le garantizara una infección y posterior desahucio. La erección nunca llegó, la sexoservidora no dijo nada y salió de la habitación. Hilario estaba furioso, concebía el sinsentido de su existencia como un peso enorme que le aplastaba la espalda. Un puente peatonal sería quizá el matadero idóneo, pero o estaban en reparación o su estructura era cerrada para evitar actos como el que Hilario deseaba consumar.

La oscuridad llegaba al cielo citadino haciendo notorios letreros de neón de bares. Hilario entró a uno de ellos, quería un trago que aliviara su molestia. Sus ojos tardaron en acostumbrarse a la oscuridad del sitio, la torpeza de sus ojos hizo que golpeara el tobillo de una mujer con el bastón. La dama se quejó con un grito y su ebrio acompañante lanzó un golpe directo a la quijada del anciano. Su placa dental voló hasta caer metros lejos de ambos. Hilario sonreía mostrando las encías. Su momento ansiado estaba frente a él, sólo un golpe certero en su pecho bastaría para provocar una arritmia cardíaca y morir de un paro, fallecer a consecuencia de una pelea de bar, nunca antes tuvo una trifulca etílica, ésta sería la primera y con algo de suerte también sería la última.

“Como vas, pendejo”

El hombre ebrio caminó hacia el viejo decidido a propinar un golpe. Hombres se acercaron a él para amagar sus brazos y su paso. Otros más sacaron a Hilario del lugar a pesar de sus fuertes reclamos.

Al llegar a casa el llanto se apoderó de él, su bastón era ahorcado con la poca fuerza de su portador ante tal rabia e impotencia. Los testigos de su desesperación fueron sólo objetos inanimados. Un viejo miserable, atrapado en la vida como por una mala broma divina. Su existencia le parecía no tener el mínimo sentido, y sin embargo no podía escapar hacia la muerte.

Estaba dispuesto a beber una botella completa de alcohol de su mesa en la cocina. Alguien llamó a la puerta, por la forma en la que tocaron sabía que se trataba de su ex esposa ¿Qué quería esa mujer paranoica? La anciana lloraba, “Todos se han ido” dijo en cuanto Hilario abrió, lo abrazó al instante. Ambos sabían que sus amistades habían partido, los dos sentían enorme tristeza. Al cabo de largo tiempo abrazados, la mujer se retiró diciendo un simple “Gracias”.

El abuelo sintió cierto alivio, una tranquilidad misteriosa, un ligero consuelo. No estaba tan solo después de todo.

Una mañana cálida de febrero, la vecina de la casa contigua percibió un olor desagradable. Parecía provenir de la calle, así que abrió su puerta con la intención de hallar la fuente del hedor. Sólo pudo ver a más vecinos en sus respectivas puertas preguntándose por la fuente de tan desagradable aroma.

Pasado el mediodía el olor se hizo insoportable. Alguien llamó a la policía para reportar el asunto, los oficiales tocaron puerta por puerta, nadie abrió la del anciano y tuvieron que entrar por la fuerza. El deseo de Hilario se había cumplido, no hubo testigos de su intenso dolor causado por la pancreatitis en los últimos días. Nadie organizó un sepelio, ni siquiera Martina, nadie supo si ella se enteró o no del deceso. El cuerpo podrido tocó la gélida superficie de la cama de concreto en la morgue para practicar la autopsia y luego ser depositado en la fosa común.



(Imagen tomada del sitio http://www.clipyoo.com/clip/anciano-caminando-y-alejandose)

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