Todo mundo disfruta de la cena de Navidad. Yo no.
Aún así me encuentro aquí, en uno de los tantos lugares que mis padres han
dispuesto alrededor de la mesa que compraron hace unos días sólo para esto.
Nunca he entendido el fanatismo exagerado que tiene
la gente por llegar tarde. Lo peor, me parece, es que todos lo han
naturalizado. Se citan a una hora para llegar treinta minutos después. Ésas son
mamadas.
La cita era a las 8:30. La primera en tocar la
puerta fue la Tía María José, 8:56 se oyeron los tres golpes de sus nudillos.
Pasó con un gran panqué entre sus manos, dijo haberlo cocinado en la tarde.
9:04 se escuchó otro golpeteo. Mi padre abrió la
puerta, creí que sería otra tía. No fue así. Una fila de viejos conocidos
estaba entrando para mi sorpresa. Se trataba de mis mejores amigos de la
universidad. Mi madre los contactó y los invitó a cenar con nosotros. Desde que
abrió su Facebook se la pasa comentando y conversando con mis “amigos”
cibernéticos.
Así que aquí estaban cuatro personas, individuos
que venían tanto a la casa que en algún punto se volvieron como de la familia.
Hace casi un año que no los veía, ni siquiera había platicado con ellos.
Uriel, Sandra, Grecia y Adrián estaba sonrientes.
Comenzaron a hacer chistes que sólo ellos entendían. Supe que en todo este
tiempo ellos se habían frecuentado entre sí. Yo ni enterado.
9:09 llegó la última parvada. El tío Víctor, su
hermana Gloria, su esposa Griselda y su hija Jannette. Hacían acto de presencia
hablando como urracas. Jannette en especial tiene un timbre de voz muy
castrante, agudo, molesto. Lo sacó a su madre; si a mi tía Gris la he querido
golpear por su hablar, a mi prima le cortaría la lengua.
No sé a qué hora mis tías y mis amigos se pusieron
a platicar. Presenciaba la fusión de estos grupos de personas que, hasta antes,
permanecían separados, sin conocerse.
A mi familia la conozco bien. A mis amigos ya no.
En sus conversaciones noto palabras que no solían decir, sus cuerpos escupen
expresiones exageradas que antes no hacían. Han cambiado para mal.
Adrián cada vez se vuelve más puto. Uriel es un
hombre que adora la narcocultura, un pendejo. Sandra se ha convertido en una
presumida, dice que sus padres pusieron una boutique que les ha ayudado mucho.
Grecia se ha destapado como una zorra; puedo verlo en sus labios, ese rojo es
labial de puta, sus piernas ahora las presume como trofeos, pero su cintura y
su vientre cada vez ganan más volumen, todos lo notamos al verle el cuerpo con
atención como consecuencia de la mirada caliente que lanzó el tío Víctor a sus
nalgas.
Sus risas me desesperan, las bromas que se hacen no
tienen ningún sentido para mí. Carcajean mientras ven las pantallas de sus teléfonos
inteligentes. Parecen hablar de memes y videos que ven en Internet. Sería mejor
si hablaran de las noticas que ven en la televisión, o ya de perdida del beisbol
que ven ahí mismo.
A nadie en esta mesa, más que a mí, le gusta patear
el balón de fut. Extraño los años de mi infancia en que salía con el resto de
los niños vecinos a patear una pelota en la calle aunque fuera Noche Buena.
Desearía que Pablo y Romeo, mis dos más viejos amigos en la vida, dados gracias
al balompié callejero, nunca se hubieran ido. Que Pablo no se casara y se
mudara a Guadalajara con su mujer. Que Romeo no se hubiera ido a trabajar a la
frontera, donde lo tratan como perro haciéndolo creer que así es la vida allá a
cambio de no mucho dinero.
Desearía que nada de eso hubiera pasado para, en
este preciso momento, salir corriendo a patear un balón. Desearía no haber arriesgado
mis piernas en aquella jugada del partido en la final, donde uno de los rivales
lastimó mis rodillas haciendo un daño irreversible. Mis extremidades y su
movilidad ausente que hoy me obligan a estar aquí, en medio de animales
ruidosos que seguramente se burlan de mi silla de ruedas mientras dibujo una
hipócrita sonrisa como respuesta con
este panqué de mierda entre mi boca.
(Imagen tomada del sitio http://clarasdehuevo.com/aplicaciones_y_recetas)
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