El sol quema mi espalda, no recuerdo nada de lo que
pasó anoche.
Siento la tierra y el polvo en el lado izquierdo de
mi rostro, mi cuerpo contra el suelo boca abajo, mis manos están acalambradas,
parecieran haber estado cerradas un largo tiempo. Aprietan con gran fuerza cada
una un objeto distinto.
Con un enorme esfuerzo me incorporo, me encuentro
en medio de un solar baldío entre de un barrio que no reconozco, su apariencia
es igual a la de cualquier otro rumbo marginado, terreno conurbado de esta
ciudad madre de millones de almas anónimas. Vienen a mí olores de mierda,
perros muertos inflados y a punto de reventar, plástico quemado, ropa mugrosa.
Los vecinos han destinado a este solar a ser un basurero cualquiera; nadie
respeta, ni siquiera yo, me ha valido madres venir a meterme aquí y sangrarme
el pecho y los brazos con los escasos alambres de púas que inútilmente tratan
de proteger esta propiedad.
Reconozco en mi mano derecha un juguete viejo: una
tortuga ninja de color verde totalmente sucio, cabeza maltratada, le hace falta
su brazo izquierdo, en el derecho aún conserva un palo a modo de arma. Es Donatello, el único que hace de un
pedazo de madera un arma letal. Este muñeco no es idéntico pero se parece mucho
a aquel juguete que mis padres me obsequiaron en mi sexto cumpleaños: un
Donatello vestido de bombero, el momento fue maravilloso.
Recuerdo bien la escena. Mi sueño fue interrumpido
por mi madre, una mujer entusiasmada, mientras “Las Mañanitas” cantadas por Cepillín resonaban fuera de mi cuarto,
seguramente en la grabadorita que mi padre compró con el dinero que ganó durante
su estancia en Estados Unidos. Qué buena había salido esa grabadora, no se
descomponía ni aunque le tocara la lluvia. Mi padre llegó a la cama con una
bolsa de plástico de ésas que dan en los supermercados, la ligera transparencia
dejaba ver algunas letras. NINJA TURTLES leí en el empaque, pude sentir cómo
los músculos de mi rostro se estiraban por la alegría.
Donatello se convertiría en mi juguete favorito, junto al Batman que me regalaron el año
siguiente. Me parecía magnífico cómo los muñecos de un niño podían hacer
posibles combinaciones heroicas de personajes que de otro modo serían
imposibles. Así que a diario ahí estaban, una tortuga y un hombre murciélago
salvando el día. Algunos de mis amigos de la primaria, que de vez en cuando
visitaban la casa, se sorprendían de mi recelo con la tortuga de cintas
moradas; sólo yo podía jugarlo, hecho por el cual me apodaron así en mi grupo
como “Tortuga”, sobrenombre que trascendió por los años.
Ahora me pregunto ¿Quién era el niño que lo había
descuidado de tal forma? Descubrí que el brazo armado de esta figura podía
girar gracias a un botón colocado en su espalda
¿Por qué un juguete tan magnífico estaba botado y descuidado de tal
forma, entre caca de perro y olores desagradables? ¿Cuánto tiempo hacía que no
sujetaba un juguete por deseo propio? Desconocía la respuesta exacta pero al
ver mi otra mano tuve que reconocer mi participación en la estúpida respuesta.
Lo que sujetaba con la otra palma no era más que una mona, ese magnífico invento callejero que absurdamente nos hacía
olvidar la cruda realidad por un momento. La estopa ya no estaba húmeda pero el
olor persistía.
Al fin entendía el humor negro del que está plagada
la vida. Un día puedes estar en una cálida cama, rodeado de amor, con un muñeco
anhelado en una mano; años después puedes despertar entre la mierda, solitario
y aferrado a un chemo.
Vas recordando también cuando tu padre llevaba a
empeñar aquella grabadora, obteniendo una cantidad de dinero que lo hacía tener
un rostro decepcionado; dinero que esperaba fuera útil para conseguir la
medicina que pedían en el hospital después de la operación de su esposa,
operación de la que no sobrevivió.
Vas recordando también cuando tu padre comenzó a
llenar su cuerpo de alcohol todo el tiempo hasta quedar eternamente dormido en
la silla vieja de madera picada después de quejarse de un dolor tremendo en el
vientre.
Y recuerdo también cómo, para comer, tuve que ser
adoptado por la rutina oculta entre la central de abastos, las monas, los
ebrios, el resistol y la caca; cómo “Tortuga” comenzó a ser un apodo apropiado
para un ser de caminar lento, oliendo a desperdicios, expulsado de la realidad
y de una casa.
He decidido conservar el juguete a modo de recuerdo
de la infancia mientras reconozco algo en lo que sí me parezco a Donatello: Él vivía en las cloacas y yo
suelo refugiarme en los tubos del drenaje.
(Imagen tomada del sitio http://www.foros.canalizandoluz.com/2013/08/luna-cosmica-de-la-tortuga/)
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