jueves, 20 de noviembre de 2014

GORDITO

No sé ni por qué me dan miedo los perros. Nunca me ha mordido uno, nunca he tenido uno, pero mi cara se pone blanca cuando veo alguno en la calle y me ladra.

Cuando mi familia y yo nos mudamos a esta colonia, ése era mi mayor temor: había muchos perros, la mayoría eran callejeros. No tenían collar o algún otro objeto que diera una idea de que tuvieran dueño. En fin, pensé que por eso quizá nunca iría solo a la calle.

Un día salí con mi mamá a comprar tortillas en un negocio que estaba a dos cuadras de mi casa. En esa calle estaban varios niños jugando futbol. A mi me encanta jugar fut y quise unirme al juego, pero ya íbamos a comer y mi mamá no me dejó.

- ¿Quieres jugar?- me gritó uno de ellos.

- Sí, pero mejor mañana- dije con vergüenza- Total, vivo acá a la vuelta, en Lázaro Cárdenas número 12.

Y mi mamá que me pega un pellizco por andar diciendo mi dirección en plena calle. Ni que fuera para tanto digo yo.

- Un día de éstos te vamos a llamar- me dijo el niño.

El domingo tocaron la puerta, mi papá abrió y luego me llamó, dijo que me hablaban. Yo no sabía quién podía ser porque no conocía a nadie más que no fuera de mi familia. Cuando me asomé a la calle, se trataba de un niño gordito que por su rechoncho cuerpo tapaba a otros dos que iban con él.

- Hola, yo soy Mario. Ellos son El Frenos y El Chino- señaló a los otros dos, el Chino era el niño que me habló cuando iba con mi mamá- Bueno, se llaman Cristian y Erick pero así les decimos ¿Quieres jugar fut con nosotros? Nos falta uno.

- Mmmm, pues…voy a pedir permiso- Me metí de volada a mi casa y, como sabía que mi papá sí me iba a dar permiso le pregunté a él nada más.

- Sí, pero ten cuidado. En esa calle hay mucho perro suelto y pasan coches a cada rato.

<<¡Perros!>> No recordaba que ahí había visto a muchos de esos animales sin cadena. Salí a ver a Mario, al Frenos y al Chino para preguntar.

- Oigan ¿Y no hay perros sueltos ahí?

- Sí pero El Gorila los espanta. No tengas miedo.

<<¿El Gorila?>> Quizá era otro chamaco que sale a jugar. La cosa es que me fui con ellos más tranquilo.

- ¿Cómo te llamas?- me preguntó Mario mientras íbamos caminando.

- Eduardo- le dije. Y seguí caminando en silencio mientras los otros tres platicaban del último partido de La Champions y de cómo Diego Rivas (la máxima figura del futbol nacional y a quien todo niño de nuestro país admiraba) había jugado de maravilla pero no lo suficiente como para hacer ganar a su equipo la semana pasada, quedando eliminados de la competición.

Llegamos a la calle de la tortillería (¿Ya les dije que esa calle se llama Niño Artillero? Bueno, pues así se llama). Las porterías ya estaban acomodadas: dos piedras estaban frente a otras dos allá, más lejos. Mario me presentó con todos, que eran nueve en total: El Frenos, El Chino, Rigo, Nando, Teo, El Chapu, El Nopal, El Cónfleis, “…Y yo soy Mario”, dijo otra vez el gordito.

- Sí, pero le decimos El Mayinbú- dijo Teo mientras los otros se carcajeaban.

- ¡Cállate sonso! O te vuelvo a bajar tu pantalón en la calle- amenazó Mario, luego me explicó- Siempre jugamos cuatro contra cinco porque El Nopal es bien menso y nadie lo pela pero bien que estorba. Contigo ya estamos parejos.

- Bueno pero ya hay que empezar- El Chapu parecía apurado- Porque al rato tengo que ir con mis papás a ver a mi abuelita. Además, ahorita no están los perros molestando, hay que aprovechar.

Fue cuando me acordé de El Gorila. Le pregunté a Mario y señaló un perro negro grandote amarrado a un medidor de agua. Me dijo que era su mascota y que siempre le ladraba a los otros perros, los asustaba porque estaba grandote y les enseñaba los colmillos mientras la cadena se estiraba por su enojo. También me dijo que no le ladra a las personas, nada más a los perros. Me quedé más tranquilo.

- Rápido pues. Que escojan Rigo y Cónfleis que son los más chamacos- dijo Nando.

Él, el que supongo que se llama Fernando, era al que escogieron primero. Supuse que era el que jugaba mejor porque todos quieren estar en el equipo del que juega mejor. Hasta el último quedaron El Nopal y Mayinbú, nadie los quería en su equipo. Rigo pidió a Mario y Nando hizo una cara de disgusto, no entendí hasta que empezamos a jugar. Yo estaba en el mismo equipo de Rigo, Teo, Nando y Mario. El Nopal quedó en el otro, ellos estaban más desesperados porque, como me dijeron, Nopal “no jugaba ni su pilín” (como dijera mi papá cuando ve en la tele a un jugador chafa del fut).

- Ah, nada más no vayas a patear el balón para esa casa de allá (una de paredes verdes) porque esa señora nunca devuelve los balones y éste me lo acaban de comprar- dijo El Cónfleis, que era el más fresa, con su playera original de la Selección de Alemania.

- Sí, esa señora es la que saca a sus perros para que nos molesten, por eso es mejor no tirar fuerte. Siempre es una culera con nosotros- Comentó Mario. Yo sólo moví la cabeza en señal de entendimiento.

Echamos el volado para ver qué porterías nos tocaban y quién sacaba. Pedimos águila y cayó sol. Nos tocó tirar hacia la portería del lado de la casa verde, teníamos que patear despacito si queríamos conservar la pelota. En el centro de nuestra cancha callejera pusieron el balón, El Chino tiró directo a nuestra portería y Mario no pudo taparlo.

- ¡Pinche Mayinbú siempre parece coladera!- Nando estaba molesto.

Por cada gol que metíamos nosotros, ellos metían otro casi al instante. Así pasó casi media hora cuando Fernando llegó al hartazgo; yo nada más vi cómo apretó los dientes, echó para atrás su pierna derecha, gritó “¡Y Diego Rivas tira!”, sacó un cañonazo directo al pecho de El Frenos (el portero contrario) quien se quitó por miedo a la fuerza que llevaba el balón. La pelota entró a la portería, sonreímos pero pronto nos pusimos serios: la bola pasó por encima de una barda verde y cayó dentro de la casa de la señora culera. El Cónfleis quería llorar.

Nando no sabía qué hacer, todos estaban con cara de preocupación. Así que no sé ni por qué pero empecé a caminar a la puerta de esa casa.

- ¡No, no vayas!- me gritó El Chino.

A estas alturas me doy cuenta de que no recordé lo de los perros, porque si no, no habría ido. Además, no me gusta ver a niños llorar y El Cónfleis ya tenía agua en sus ojos.

Toqué la puerta. Nunca en mi vida mi boca había estado tan abierta de la impresión. Diego Rivas, la mismísima estrella de fútbol en persona, fue quien abrió la puerta.

Todos los demás chamacos llegaron detrás de mi, con cara de mensos igual que yo.

- Diego, yo te admiro un montón- dijo Nando con mucha emoción.

- ¡Yo también!...Y yo…Y yo- empezaron los demás.

- Sí, sí, como digan, mocosos ¿Qué chingá quieren?- Descubrimos que Diego Rivas era una de las personas más altaneras que habíamos conocido.

- Es que mi pelota…- El Cónfleis iba a explicar con detalle

- ¿Es de ustedes esa madre? Con razón mi mamá ya no los aguanta- Diego era odiosísimo, su acento pretendía ser como de España pero no le salía- Seguro que mis perros ya la tronaron.

- No seas mentiroso, Diego. Yo ya me asomé por tu barda y ahí está la pelota como si nada.- Rigo insistió y confrontó a Rivas.

- Pinche chamaco. Te voy a dar tus patadas en las nalgas.

- ¿Y si te reto a un penalti?- El Mayinbú casi le gritó a Rivas.

- Ay. mocoso. Si estás bien gordo ¿Cómo le vas a hacer? ¡No, olvídense de su balón!- Diego Rivas estaba por cerrar la puerta…

- ¡Es que seguro tienes miedo de perder!- Mario, el gordo, estaba retando de frente al delantero más famoso del país.

- ¡Mario, tú eres muy pendejo para parar. No nos va a devolver el balón nunca!- Nando casi golpeaba al gordito por su atrevimiento.

- Va, pinche marranito mamón- Diego aceptaba el reto callejero.

El futbolista profesional sacó la pelota de su casa. Todo se dispuso. Aclaramos entre todos que el gol no contaba si pasaba por arriba de la piedra, tampoco que la bola fuera muy alto, no sería válido un remate, tenía que ser tiro directo para poder valer la anotación.

Diego Rivas sonreía con confianza. Mario veía el balón fijamente, no tenía guantes, ni tenis de marca, su calzado ni siquiera había sido diseñado para jugar fut. Diego Rivas se echó para atrás, con el empeine izquierdo golpeó fuertemente el balón. Mayinbú dio un paso a su derecha para encontrar el balón, cerraba los ojos por el miedo al impacto. La pelota golpeó su entrepierna fuertemente, puedo imaginar cómo se agitaron sus huevitos por el madrazo. Vimos cómo la tela de su pants se agitaba por el golpe. La pelota no pasó de ahí.

Mario se retorcía de dolor en el suelo. Los vecinos que vieron lo que ocurría, con la misma cara de sorpresa que nosotros, aplaudían la hazaña del gordito más heroico del barrio. Diego Rivas se pudría del coraje. No pudo retractarse por puro orgullo ante quienes miraron la acción.


Nando se acercó para ayudar a Mayinbú, tomó sus pies para contraer y estirar sus piernas repetidamente, ayudándolo a recobrar la respiración. El Cónfleis estaba tan contento que se sacó su playera original de la Selección de Alemania y se la regaló a Mario como recuerdo y agradecimiento. Diego Rivas se fue muy enojado a su casa, se metió en ella y azotó la puerta. Todos supimos que la colonia en la que vivíamos estaba llena de talento para el futbol, más aún si se trataba de porteros, aunque éstos se retorcieran del dolor en el suelo por un buen rato.

(Imagen tomada del sitio http://www.miambiente.com.mx/vida-sana1/emprende-mexico-lucha-contra-la-obesidad)

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