Si hay algo que detesto con todo mi ser eso son los
gatos.
Encuentro a esos animales como los más incómodos
que puedan existir, me repugnan. Cualquier otro felino es no solamente
tolerable, sino hasta atractivo. Un puma tiene una presencia imponente, un jaguar
inspira respeto, un león es majestuoso, una pantera es mística, incluso un
ocelote podría ser digno de mi admiración, pero los malditos gatos me fastidian
¡Me cagan! Podría decir que me molestan, pero ese verbo no es suficiente para
describir mi actitud hacia ellos.
He conocido mucha gente que tiene una fascinación
inexplicable por estos animales. Me dicen que son increíbles por aquello de sus
múltiples vidas y porque siempre, pase lo que pase, caen de pie.
Yo insisto en que estas personas son estúpidas, de
otra forma no me explico los motivos para mantener un felino de ésos en casa.
No comprendo cómo alguien puede desear como mascota a un animal que defeca en
todos lados, que traga porquerías de la basura, hurgándola y haciendo un
tiradero enorme; me parece inexplicable una razón para mantener en un domicilio
a una pequeña bestia que tira pelo todo el tiempo en cualquier lugar en el que
está, un ser esquelético que a la menor intención de aplicarle una medida
correctiva sobre su comportamiento sacará las garras como prostituta ebria y
enfurecida.
Lo peor: no cabe en mi cabeza la idea de que los
egipcios, una civilización milenaria y de grandes aportes al conocimiento
mundial, adoraran a estos animalejos tan desagradables. Alguien debió haberse
equivocado en sus interpretaciones antropológicas sobre las deidades de tal
cultura.
Ahora mucha gente que conozco me aborrece por mi desagrado
hacia estas criaturas. Me ven con desdén cuando lo expreso abiertamente y
varios de ellos han discutido conmigo sobre el tema “argumentando” precisamente
con el hecho de que los egipcios los veneraban, que el estúpido debo ser yo. Me
salen con ridiculeces como que los gatos son seres misteriosos, que sus ojos
transmiten esa atmósfera ¡Por favor! Hay más misticismo en la mirada de un
maldito pollo visco con gripe aviar que en un maldito gato.
Sobra decir que manifestar abiertamente mi
repulsión me ha traído enemistad de muchas personas. Otro absurdo: la gente
defiende más a gatos, perros o conejos que a seres humanos tratados con vileza;
prefieren ser activistas de PETA que indignarse por la guerra en medio oriente
donde saben que hay niños mutilados a diario.
Pareciera que hay una extraña y castrante fuerza
sobrenatural que se empeña en poner en mi vida las cosas que me desagradan. Tenía
que ir a Xalapa a un taller de literatura por demás atractivo. No me gusta la
idea de estereotipar profesiones pero de verdad que la mayoría de los
escritores somos unos muertos de hambre. Por eso, necesitado de hospedaje
durante una semana (y a falta de dinero para pagar mi estadía en, al menos, un
hostal decente) preferí contactar a Rita, una de mis más grandes amigas en
tiempos de la universidad, que llevaba poco más de un año viviendo en esa
ciudad. Hacía tiempo que no le hablaba. Nada hasta ese momento, ni un mensaje
por cobrar vía teléfono celular. Sentí algo de vergüenza al andar de méndigo,
timidez que se disipó cuando con gran confianza y alegría me dijo “Claro,
Gerardo, desde luego que te puedes quedar en el depa”.
Acordamos mi día y hora de llegada. Ella me explicó
con todo detalle la ubicación de su pequeño departamento. Arribé la mañana del
día anterior al comienzo del taller, mi inscripción fue realizada con éxito y
pagada una semana atrás. Toqué la puerta de aquel inmueble del tercer piso de
uno de los edificios, uno en medio de decenas iguales de esa zona del
Infonavit.
Rita abrió la puerta. Casi no la reconocía, jamás
la había visto con su cabello tan corto, rapado en un costado y algo más largo
del otro; playera blanca notablemente desgastada, descuidado chaleco negro de
vinil, botas de piel café, sus pantalones oscuros entubados con parches por
doquier saturados de serigrafía, imágenes de los Sex Pistols y The Clash. Claramente
había pasado de ser la chica ñoña del grupo a una punk de boutique, por lo
menos ahora no parecía ser la misma mujer aburrida de antes. Tan pronto como me
daba un beso en la mejilla, mi mirada se fue al piso chocando con un gato que
se escabullía entre las piernas de Rita. El animal me miró fijamente y casi al
instante me enseño sus pequeños colmillos, sentí hostilidad por parte de ese
cuadrúpedo arisco.
Mi desagrado fue evidente, pude sentir mi ceño
arrugarse debido a mi enfado pero en un instante me recompuse hipócritamente.
No podía portarme como un mamón si tenía una necesidad enorme, había de
soportar al gato ése.
“Ah sí, él es Sid. Si hay un macho en esta casa es
él” señaló mi vieja amiga esbozando una sonrisa mientras miraba al pequeño
animal. Evidentemente le tenía una estima enorme. No atiné a contestar algo.
Era domingo de descanso para ella que trabajaba
como asistente en una galería de arte. Pasamos todo el día juntos, desayunamos
y comimos juntos, me llevó a conocer algunos lugares que le parecían
emblemáticos de la ciudad, todo esto al tiempo que nuestra plática se nutría en
recordar anécdotas del pasado. No cabía duda, Rita era una mujer más
interesante, con un cuerpo estético que las faldas largas de antes no dejaban
notar (¿O había hecho mucho ejercicio en el gimnasio? ¿Quizá una discreta
operación?) y lo mejor era que no tenía pareja, decisión deriva de su reciente
emancipación femenina (como ella decía a cada rato en la conversación), con una
libertad inusual de pensamiento en cuanto a ejercer su sexualidad se trataba
(como también señalaba en sus comentarios).
Llegó la noche y regresamos al departamento. Ahí
estaba el gato aguardando, atento como padre de familia celoso de su hija.
Trepó la mesa y husmeó la bolsa de nylon que pusimos encima, con dos six de cervezas frías dentro compradas
en el camino. Me vio nuevamente con hostilidad, volvió a mostrarme sus
colmillos. Notaba cierta furia en su mirada. Rita había ido a su recámara, yo
no sabía qué hacer con el gato así que comencé a hablarle como bobo: “Sid
¿Quieres cerveza?”. El felino contestaba con gruñidos, manifestaba su desagrado
hacia mi.
Rita salió de su cuarto, se había puesto sandalias
y cargaba una laptop. El gato cambió
de actitud en cuanto la vio. Parecía ser una criatura inofensiva y dócil,
rozaba mis pantalones de mezclilla con su piel. “Le caes bien” dijo ella al
tiempo que encendía su computadora. Puso un playlist
de punk rock. Destapé dos chelas y nos pusimos a tomar, eran las 11:43. No
parecía importarnos ni su entrada al trabajo a las 8 am, ni el inicio de mi
taller a la misma hora.
Botella tras botella fue abierta. La música sonaba
bien y el gato parecía no tener problemas con nadie. Rita lo acariciaba de vez
en cuando. El hecho de observar aquellas caricias al animal sumando el efecto
del alcohol me hacía percibir la realidad de un modo cada vez más sensual. Creo
que a Rita también. Cuando se levantaba para ir al baño movía la cadera de
forma un tanto exagerada a sabiendas de que yo la observaba.
El maldito gato, sin embargo, mataba toda
inspiración. Cuando la puerta del baño sonaba anunciando que estaba cerrada, él
corría a morder mi pantalón, en una ocasión incluso tiró un botella con cerveza
sobre mis pantalones. A estas alturas reconocía una guerra declarada con aquel
repugnante ser. Así que mis suelas se plantaban en su cara con fuerza tratando
de que me dejara en paz, tranquilidad alcanzada sólo cuando mi atractiva amiga
regresaba a la sala de amplios sillones.
“Oye, no te había dicho pero…¿No hay problema si te
quedas en un sillón? Es que una recámara es mía y la otra de Sid. Ahí tiene sus
cosas y sacarlas y meterlas va a ser una chambota” sentenció Rita matando todas
mis intenciones de intimar con ella. Así que sólo solté un “Sí, no te apures,
no hay pedo”.
Ella estiró sus brazos al cielo, señal de sus inmensas
(o falsas) ganas de dormir: “Ya me voy a descansar, ahí te dejo la compu. De
Sid no te preocupes, él se mete solo a su cuarto ¿Sale?”. Asenté con la cabeza,
se fue. Ahora mi combate con el gato no tendría fin, yo lo sabía. Pero el
maldito bigotón se fue a su recámara ¿Estaba jugando conmigo?
La cebada comenzó a relajar mi cuerpo, los párpados
se cerraban solos. Me levanté para apagar la luz, cerré la laptop y me recosté en automático sobre el sillón más grande, uno
de sus cojines servía de almohada bajo mi nuca, no hubo necesidad de cobija o
sábana en la templada noche. Todo se volvió negro ante la oscuridad del
departamento.
Mordidas en mi meñique izquierdo, dolor agudo,
sensación caliente. Con la otra mano tomé mi teléfono y alumbré mi cuerpo. El maldito
Sid seguía clavando mis colmillos en mi sangrante dedo, entre la penumbra y el
silencio. Solté un golpe fuerte en sus costillas. Maulló con dolor y en cuanto
cayó al piso volvió a guardar silencio. Salió corriendo hacia su recámara. El
sueño regresó lentamente conmigo. Solo grillos se oían afuera, quizá uno dentro
del departamento. Negro todo otra vez.
Un dolor insoportable ahora en mi nariz, desperté
de inmediato y con rapidez tomé un pequeño cuerpo que estaba sobre mi pecho.
Era sin duda Sid, ese maldito mamífero no estaba dispuesto a dejar de morderme,
sus mandíbulas permanecían cerradas como las de un bull terrier enfadado. Una luz estaba encendida en el pasillo
adyacente, seguro Rita estaba en el baño, el espacio entre el piso y la puerta
dejaban escapar algo del amarillo brillo del foco. Podía ver el rostro del
detestable gato, aseguré su cuello entre mis manos. Mis dedos cada vez lo
apretaban con más fuerza. Su mirada parecía suplicar por su vida, por momentos
vi cierto misticismo del que antes me habían hablado. No me importó, el
estúpido gato había frustrado mi calentura y mi oportunidad de revolcarme en la
cama con Rita.
¡Rita! ¿Qué pretexto le voy a dar cuando vea a su
gato muerto? ¡Rápido pinche gato, muérete ya! Así te dejo en el suelo y finjo
no saber absolutamente nada ¡Pinche gato, muere!
¿A qué hora salió Rita del baño? ¿A qué hora caminó
hasta la sala? Pero si todo estaba en silencio ¿O no? ¿Por qué dejó la luz
encendida?
“¡Chinga tu madre pinche Gerardo hijo de puta!”
Corrió hacia mí, me acomodó un puñetazo en la boca haciéndome sangrar de
inmediato. Era imposible reanimarlo. Sid ya estaba muerto. “¡Vete a la mierda!
¡Agarra tus cosas y vete a la mierda!”
No dije nada, su rabia era evidente y comprensible.
“Creí que ya habías cambiado. Eres el mismo pendejo odioso de la universidad”.
Fui corrido del departamento la madrugada del lunes
en que iniciaba el taller, no tenía dinero ni otros conocidos en Xalapa. Nunca
tomé el curso que pagué. De regreso en el autobús tuve que pasar papel
higiénico húmedo sobre mi ropa para quitar un poco del pelo de ese gato: los
únicos vestigios de Sid ¿Y si se los mando a Rita de recuerdo? No, me mataría. Ahora
los odio más, a los gatos y a los apestosos punks.
(Imagen tomada del sitio http://www.identi.li/index.php?topic=331100)
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