La brisa de las nubes entraba en los ojos
lubricándolos todavía más. No recuerdo que sucediera algo en medio de tanta
conífera o sobre la tierra colorada que transportaba un olor a húmedo en el
aire. Podía sentir el frío en cada poro de mi piel, era capaz de percibir el
momento en el que mis mejillas se hacían de pequeñas grietas, pero la baja
temperatura era soportable, aún no hacía que mi quijada se moviera arriba y
abajo como por voluntad propia. Quizá la caminata de lo que calculo fueron
cinco kilómetros con una pendiente cuesta arriba ayudó a entrar en calor.
Cerca, llegando de regreso a la zona habitada, las
casas de madera albergaban inactividad. La gente que vivía ahí dentro era de lo
más rutinaria. En el pueblo parecía no suceder nada nunca. Estaba nervioso
¿cómo me recibirían después de dejarlos en el olvido tanto tiempo? ¿Se
molestarían porque nunca les llamé por teléfono y nunca envié un dólar a
nuestro hogar? Yo sabía que cualquiera de las dos cosas no estaba a mi alcance.
Cuando partí ninguna familia tenía siquiera un tel éfono
fijo, mucho menos celular. El correo postal se negaba a entregar las cartas,
nunca quisieron ir hasta mi comunidad. Enviar dinero sería imposible aunque se
tratara de moneda nacional. Siempre que me topaba con algún paisano resultaba
que éste ya había visitado el pueblo y estaba de regreso muy feliz pero también
presuroso, como si el ritmo de vida de la urbe los imposibilitara de quedarse
quietos, de ser lentos.
Una visita, por mi parte, al pueblo hacia el que
estoy llegando sería una idea descabellada: tanto trabajo y dinero que me costó
cruzar la frontera como ilegal, sortear los perros, las patrullas de la migra,
el cansancio, la sed, las cámaras infrarrojas, los helicópteros, los abusos del
pollero y sobre todo el paquetito de polvo que hicieron que me metiera en el
culo; saber que ahora estaba más difícil pasar al gabacho me hizo aferrarme firmemente
a la idea de no viajar a México hasta que tuviera ahorros suficientes para
cambiarme de vida, establecer un negocio y vivir tranquilo en el país del
águila y la serpiente.
La verdad es que me engañaba a mí mismo. Nunca
había querido regresar, sabía que la vida me gustaba más estando con los
gringos, acostumbrarme de nueva cuenta a la vida campirana era un hecho que
encontraba imposible ¡Pues si yo era de ciudad! Nunca lo había notado hasta
vivir en Seattle, “Esto es lo mío” me decía todos los días al acabar de podar
los jardines de mis patrones.
Ahora el culero del manager me delató, a mí que siempre cumplía con mi trabajo, a mí
que una vez hasta le presté dinero, a mí que incluso llegué a vestir y actuar
como payaso en la fiesta de cumpleaños de su hija porque la chamaca quería un
show que su ingrato padre no podía pagar, a mí que alguna vez él llegó a llamar
“amigo”. Estoy acá derrotado, avergonzado, deportado por un policía de la migra
de apellido Santiago. Seguramente en cuanto la primera persona de aquí me vea
se correrá el chisme. “Otón regresó como perro abandonado. Iba caminando con su
rabo entre las patas el pendejo”, hasta parece que los estoy oyendo. No les
miento, sí me importa, pero me importará más lo que me digan ellos, mis padres,
su recibimiento, nuestro reencuentro.
Hablando de esto y ya puedo ver que viene directo
hacia mi paso una señora ¿Quién será?
¡Claro, es Doña Rebe! Mi vecina, ha cambiado poco,
sólo algunas arrugas y canas, su nariz aguileña y el lunar en su mejilla siguen
igual.
- Hola, Doña Rebe ¿Cómo está?
- Bien, gracias. Perdón ¿Quién es usted?- se
esfuerza viendo mi rostro, tratando de reconocerme- ¿Viene de fuera?
- No me diga que no me conoce, si yo soy El Otón.
- ¡Qué bárbaro! ¿Cuánto tiempo tiene que te fuiste?-
su rostro refleja sorpresa.
- Casi veintitrés años.
- Ingrato éste. Nunca supimos cómo te fue por allá.
Creo que nunca mandaste una carta, tampoco llamaste.
- Pues si no hay cómo.
- ¡¿Cómo jijo de la chingada no?! Casi todos
tenemos teléfono aquí.
- ¿Apoco?
- ¿Entonces no has hablado con tus papás?
- No, pues le digo que no sabía que se podía.
- Ya no viven por donde vas.
- No me diga, no pensé que se cambiaran de casa ¿Por
dónde están ahora?
- Por acá arriba- me dice al tiempo que señala una
vereda que se desprende del camino por el que yo había transitado- Creo que 48
y 49 son los números, fíjate bien en las cruces, ahí están señaladas, sólo unas
de madera pudimos ponerles entre todos los del pueblo. Si puedes, llévate
algunas flores para que las tumbas no se vean tan tristes.
(Imagen tomada del sitio http://www.consejosgratis.es/la-vida-de-inmigrante-en-canada/)
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