Mauricio era un cabrón. El adjetivo se lo había
ganado en el mal sentido entre muchos que lo conocían. Sus parientes, quienes
en algún momento habían compartido grupo escolar con él, aquéllos que una vez
fueron sus profesores, sus amigos, gente del pueblo que conocía a su familia.
Era, desde el punto de vista de todos ellos, una
aguafiestas al que nunca solían invitar a fiestas patrias. Muchos decían que
era antipatriótico. Algunos que no lo conocían muy bien pero que sabían de su
fama creían que era un malinchista que se sentía gringo. Muchas veces él mismo
decía “No mamen, cómo me voy a sentir gringo si el nopal se me ve en la cara
luego, luego. Además esos gringos merecen todo nuestro desprecio”.
Su pensamiento e ideología política eran muy
retorcidos, llegaban a la contradicción. Cuando ocurrió lo de las torres de
Nueva York estuvo muy alegre, tanto que se le antojó una hamburguesa y fue a la
cadena más grande y conocida del mundo de este alimento a engullir dos Big Burgers.
Aunque tenía un pensamiento pesimista respecto a
las fiestas patrias en el fondo ansiaba la llegada de la noche del 15 de
septiembre. En su pueblo organizaban El
Grito siempre con un baile grupero, la venta de cervezas, mezcal y tequila
era una broma pues el precio era casi un regalo.
La misma historia se repetía año con año. Esperar a
que dieran las nueve de la noche para salir de su casa recién bañado, oliendo a
colonia y vestido con prendas que se vieran aceptablemente nuevas pero que al
mismo tiempo soportaran, sin que él se molestara demasiado, las manchas de
espuma de colores distintos, la harina o yema y clara de los huevos que volaban
por los aires en la noche patriótica. Después de eso, solía ver de cerca, perdido
entre la bola de gente, el acto encabezado por el presidente municipal, siempre
a la expectativa que el político local se equivocara al pronunciar cualquiera
de sus líneas; si esto pasaba era uno de los tantos que abucheaban. Al cabo de
esto, miraba cómo la gente se dispersaba. Luego iba a la zona en la que los asistentes
se disponían a bailar.
Ahí empezaba su noche. Cuando sus amigos le
preguntaban por qué se ponía a bailar con la música de banda si siempre decía
que no la soportaba, él sólo contestaba que “Es para hacer desmadre. No hay
nada que celebrar, el país anda muy jodido pero esa noche la ocupo como
liberación personal, es una especie de catarsis. Si no podemos estar contentos
con la situación creo que vale la pena olvidarse de ella aunque sea una noche
al año”.
Por ello siempre buscaba pareja para bailar
quebraditas o corridos, de pronto le gustaba corear canciones cuya letra
conocía más porque sus vecinos eran dados a poner el estéreo a todo volumen que
por convicción. Tomaba alcohol como si fuera la última noche de su existencia,
le entraba a todo. Ya alcoholizado no le importaba gritar “¡Al diablo lo
nuestro, se acabó, tú no eres mi otra mitad!” mientras bailaba tomando de la
cintura a cualquier muchacha. Era para desahogarse sí, pero también para hacer
reír a la mujer que fuera su pareja de baile en turno con firmes intenciones de
flirteo.
Como después de la preparatoria no siguió
estudiando, no le importaba la resaca al otro día. No tenía que desfilar ni
nada de eso. Él era un chalán de
albañil que sabía que sus compañeros estarían en la misma situación etílica que
él en esos días.
Sin embargo, este año se le veía diferente. Su
semblante era meditabundo, triste. A pesar de acudir al parque y saludar entre
la multitud a gente que conocía, se mostraba esquivo. Se sentó en la orilla de
una de las jardineras del parque central a ver cómo los púberes se aventaban
distintos objetos y sustancias, a observar cómo ellos tenían su propia fiesta.
A nadie le había contado que el año anterior,
cuando estaba en Morelia debido a un trabajo para el que fue requerido junto
con Ernesto, su mejor amigo, acudieron al Grito
en esa ciudad sólo por entretenerse esa noche, por hacer algo que no tuviera
que ver con quedarse en el cuarto que rentaban, la zona estaba muerta, la
mayoría de los habitantes iban a la plaza central u organizaban una Noche Mexicana en sus casas. En ese acto
dos granadas de fragmentación fueron
lanzadas a la multitud, fue noticia nacional. Ernesto no sobrevivió y el propio
Mauricio tomó el cadáver entre sus manos.
Esta noche su mirada estaba perdida. Si fuera por
él no asistiría al parque, pero el psicólogo de la clínica local le recomendó
afrontar su miedo, su trauma. La imagen no podía salir de su mente, Ernesto
tenía sólo un brazo.
Estaba decidido que este 15 de septiembre no
tomaría ni bailaría. Para él había luto, lejos de cualquier pensamiento
político se trataba de un shock personal. Perdió a quien consideraba su hermano
postizo. Mauricio ni siquiera notó que el presidente municipal gritó “¡Viva Francisco
Villa!”, seguido de un notable abucheo de los asistentes, quienes agitando sus
manos gritaron efusivamente un “Ehhhhhh ¡Puto!”.
(Imagen tomada de la página http://www.torontohispano.com/entretenimiento/mexico/2011/feliz-dia-mexico/celebracion-independencia.shtml)
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