Es curioso ver cómo la gente, cuando ve a un recién
nacido vestido de la ropita amarilla que las amistades de los padres le
obsequiaron, siempre pregunta ¿Qué es, niño o niña?
Creo que no hay condición más igualitaria para un
ser humano que en esa etapa, y es, creo yo, en buena medida gracias al cabello.
Cuando preguntan si se trata de un pequeño hombre o de una pequeña mujer es
porque el diminuto ser humano que miran tiene cabello corto. Nadie distingue el
género salvo que tenga unos pequeños aretes o algún otro objeto que denote ya
una orientación.
Después, en las mujeres, se nos vuelve costumbre
darle cuidado continuo. Hay que mantenerlo brilloso, reluciente, bien peinado.
En mi caso, mi madre era de la idea que mientras más largo estuviera, era
mejor. Eso hasta que mis dolores de cabeza comenzaron. El doctor dijo que esas
incomodidades que sufría se debían a mi cabellera que daba hasta la parte trasera
de mis rodillas cuando terminaba de bañarme.
Tras el diagnóstico los hilos que salían de mi cabeza
fueron mutilados de forma que me llegaran sólo hasta los hombros. El alivio fue
casi instantáneo aunque las trenzas que me hacían para ir a la escuela primaria
resultaban muy cortas.
Cuando la pubertad llegaba a mi cuerpo y mente, las
ideas me dictaban mantenerlo suelto. Pedir el corte “en capas” me encantaba,
con él tenía la suficiente seguridad para poder salir a fiestas, bailar, tratar
de enamorar a cualquier chico que me llamara la atención. Mi madre se oponía a
esta idea, insistía en que me hiciera una “cola de caballo”. Creo que es
función natural de todo adolescente oponerse un tanto a la voluntad de los
padres. Mantenía mi cabello a mi gusto gracias a que, a juicio de mi padre, me
veía muy bien; él lo consentía y eso hacía que yo me saliera con la mía.
Tiempo después, cuando alcancé los veinte años,
tendía a hacerme distintas cosas: modificar mi lacio grupo de hilos negros a un
montón de rizos. Un día se me ocurrió cortármelo aún más y después rizármelo;
mi afro era espectacular, digno de
una representación de Rarotonga.
En esas épocas sonaban Las Flans, eran una verdadera sensación. Las cabelleras de Ivonne,
Ilse y Mimí también tuvieron influencia en mi gusto, llegué a tener el look de
cada una de las tres. Siempre me encantaba cantar aquél verso de canción: “Tímido, búscame. Te invito una copa en el
mar; tímido atrévete, a qué hora podemos quedar” y “No controles mi forma de vestir porque es total y a todo el mundo gusto”.
Esa etapa la recuerdo con mucho cariño, en buena parte gracias a mi cabello.
Cuando me casé hubo un lapso en el que no hacía
mayor cambio a los mechones de mi cabeza. Un día mi marido me dijo que
aplicarme un tinte sería buena idea, cosa que yo tenía pensada desde algún
tiempo atrás. Así que de cuando en cuando me aplicaba distintos colores
discretos: castaño, un rojizo muy tenue, o algunos rayitos discretos, que no llegaran a la exageración. Jamás me llamó
la atención un color rubio, creo que sé bien qué me queda y qué no. Un tono muy
claro seguro me haría ver mucho más morena de lo que en realidad soy; la verdad
es que he visto a mujeres que lo hacen, que no les va, que se ven sinceramente
raras.
Bien, mi cabello había pasado por casi todo. Si
alguien del salón de belleza se pasaba en cierto corte yo simplemente recurría
a un truco casero que me recomendó una amiga: aplicar pastillas anticonceptivas
a mi shampoo para que mi melena (como dice mi hijo) creciera con mayor
velocidad. El resultado era asombroso.
Se acercaban mis cincuenta años, mi cabello
comenzaba a caerse cada vez con más frecuencia. Un doctor me explicó que era
natural en buena medida por mi edad, la menopausia se acercaba y era normal que
tuviera cambios físicos, el cuerpo comenzaba a marcar el final de mi etapa
reproductiva, asunto que me provocó cierta tristeza, pero al final de cuentas
creo que todas las mujeres tenemos que lidiar con ello tarde o temprano, así
que no debe ser para tanto.
Mi hijo me decía “Mejor rápate”, en cierto tono de
broma. Era lo único que no había hecho nunca. Pero en mi mente se dibujaba mi
rostro tras todas las miradas que me he hecho frente a un espejo, francamente
no me imaginaba así, toda pelona. Ni siquiera un look demasiado corto, creo que
por mi formación sentía que me vería como hombre, cosa que no me gustaba. Mi
marido estaba de acuerdo conmigo pero ¿Cómo podía saber que algo no me gustaba
si nunca lo había hecho?
Nunca hasta ahora.
Hoy, aunque evidentemente no recuerdo mis primeros
meses de vida, puedo sentir un poco de cierta libertad, no tengo que
preocuparme por mi cabello. Libertad de que nadie note a simple vista y a lo
lejos si eres una mujer o si se trata de un hombre. Esta bata holgada color
verdeazul también ayuda a tener cierta equidad.
Aún se me salen las lágrimas por el gesto que
tuvo mi familia hace unas horas. Mi marido, mi hijo y mi hija se han rapado. Me
han contagiado de su energía y su entusiasmo, admiro su solidaridad. Sólo falta
que salga de este baño para después pasar a la unidad de quimioterapia por
tercera vez. El oncólogo dice que voy por “la autopista a la recuperación total”.
(Imagen tomada del sitio http://mdbelleza.com/files/2012/09/cabello-largo-y-sano.jpg)
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