El pequeño Enrique era un niño clasemediero, hijo
único. Vivía en un poblado cercano a la capital de Oaxaca, estudiaba en una
escuela pública, cursaba tercer grado de primaria. No era el más aplicado de su
grupo pero tampoco era un holgazán o tonto. Siempre que sonaba el timbre que
anunciaba la salida al recreo, salía disparado para ser partícipe de cualquier
juego.
Ese domingo sus padres decidieron viajar a Oaxaca
de Juárez para dar un paseo. Las manecillas marcaban poco más de mediodía; quien
haya estado en esa ciudad en temporada en la que las lluvias no hacen acto de
presencia sabe que el cielo es tan hermoso y claro que deja pasar unos rayos de
sol impresionantes y, por lo mismo, suele sentirse un calor seco tal que
deshidrata. Por esta razón el padre de Quique se ofreció a comprar aguas
frescas para los 3.
- Espérenme aquí mientras voy por unas aguas
¿Sale?- comentó el papá mientras caminaban a la mitad de la Alameda de León,
justo frente a la Catedral del centro de la ciudad.
- Sí, te esperamos sentados en la banca de allá- la
madre de Quique tenía la suerte de encontrar siempre disponible un lugar para
sentarse en cualquier parque.
- Bueno, díganme de qué sabor la quieren.
- ¡Yo una de naranja bien fría!- Quiquito estaba
muy acalorado, sus cabellos más cortos comenzaban a brillar por el sudor que
salía de su cuerpo.
- A mí tráeme una de limón, no seas malo.- dijo la
mamá mientras tomaba suavemente el hombro de su hijo guiándolo a la banca
libre.
El papá se marchó apresurado hacia un puesto que él
conocía pero que no estaba a la vista. Compró sus aguas sin problema y regresó
con cuidado, pues los vasos de plástico que le dieron no tenían tapa y el
líquido corría riesgo de derramarse. Cuando miró a su familia notó que su hijo
no estaba sentado. Su esposa veía al pequeño mientras éste jugaba con un enorme
globo salchicha en la plancha que está junto a la Catedral.
El globo era enorme comparado con la estatura de
Enrique, no era de esos que ocupan los payasos para hacer figuras de perro o
espada, era un cilindro atado de cada extremo, uno de ellos tenía que ser
golpeado contra el suelo para que el rebote hiciera que el cuerpo volara de
forma vertical hacia arriba. Como Quique, había otros niños, quizá unos quince,
que hacían lo mismo con su respectivo juguete pero ninguno tenía dibujado a Vegetta, sólo el de él.
Su papá gritó llamándolo para que el niño tomara su
agua. Quiquito volteó de inmediato y acudió al llamado de prisa. Bebía su agua
de naranja con alegría notable. Sus padres comenzaron a platicar sobre la
posibilidad de entrar a misa, cosa que a Quique no le llamó la atención. La
idea, de hecho, lo aburría. A él nunca habían podido meterlo a escuchar un
sermón eclesiástico.
En cambio, lo que sí fue digno de la curiosidad de
Enrique era la plática que se suscitaba en la banca más cercana. Un hombre
adulto se disculpaba con su pequeño hijo.
- Perdón, hijo. Yo quisiera jugar contigo pero me
duele la espalda y la rodilla.
- Pero yo quiero jugar. Ándale, nada más diez
minutos.- Decía el pequeñín mientras sostenía una pelota roja de plástico con
un rostro feliz dibujado en tinta negra.
- Mejor dile a ese niño si juega contigo.- el señor
había notado que Quique los veía atento. –Ve, pregúntale.
El pequeño se acercó a la banca de la familia que
bebía agua. Los padres de Enrique fueron tomados por sorpresa cuando aquel niño
le habló a su hijo.
- ¿Quieres jugar fut conmigo? Un ratito nada más,
acá enfrente de las bancas.
Quique volteó a ver a sus padres como pidiendo
autorización.
- Ve si quieres. Acá te esperamos.- dijo su mamá
muy tranquila, sabiendo que con esto la idea de entrar a la celebración
litúrgica se esfumaba.
Quiquito se levantó de su lugar, dejó su vaso casi
vacío junto a sus padres y corrió a jugar con la pelota.
Poco a poco los niños se iban alejando de sus
padres sin que fueran perdidos de vista. Sus familias los observaban alegres
desde sus bancas, como quien ve a su hijo jugando en un torneo de futbol
infantil, con entusiasmo. Podía verse que los pequeños tenían talento, de vez
en cuando ambos hacían una “rabona”, una “tijerita” o cualquier jugada vistosa.
El dueño de la pelota propuso a Quique una tanda de
penales. Enrique sería el portero en el primer tiro, cada quien tendría 5
oportunidades intercaladas de anotar.
En el quinto tiro, después de que ambos estuvieran
empatados con 3 anotaciones, Quiquito fue apoderado por una fuerte inspiración.
Se imaginó en un enorme estadio lleno de gente que coreaba su nombre. Vio a su
rival de forma desafiante, imaginó una portería inmensa. Recordó las palabras
de su padre cuando éste veía los enfrentamientos en la televisión: “Lo deben de
tirar fuerte y al ángulo, ahí es imposible para el portero”. Así que tomó
carrera y chutó fuertemente la pelota.
La esfera de plástico voló sobre el cuerpo de su
adversario, padres e hijos siguieron la bola con la vista. Ésta entró en la gran
puerta de la Catedral a gran velocidad.
No pudo haber un mejor momento. El sacerdote decía:
“Ésta es palabra de Dios, dichosos los invitados a la…”
- ¡Goooooooooool!- El pequeño Enrique no pudo
evitar gritar con emoción mientras su rostro reflejaba una felicidad inmensa.
Sobra decir que este acto hizo que los padres
suspendieran el juego, Quique fue regañado por su atrevimiento. Sin embargo, su
padre no pudo evitar compartir una pregunta con su mujer una vez que su hijo
dormía esa noche, una duda que le surgió a raíz de aquel suceso:
- ¿Qué religión tiene más fieles en México, el
futbol o el catolicismo?
(Imagen tomada de la página http://www.freepik.es/foto-gratis/pelota-cara-feliz_534926.htm)
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