- ¡Que mates esa pinche mosca!-
gritaba Don Julio a Manolo ante la desobediencia inmediata de éste, su hijo, a
dar muerte al insecto que rondaba en el comedor.
Como el niño sólo alcanzó a perder
su mirada en el alado y diminuto enemigo de su padre, el señor tuvo que hacer
por su cuenta lo que había ordenado. La mosca había estado posada a placer varios
segundos sobre la mesa, susceptible a la muerte y nadie había aprovechado su
descuido.
Todos los días era el mismo
cuento: Don Julio tomaba un trapo o un matamoscas de plástico para aniquilar a
esos pequeños seres que fastidiaban su existencia de forma rutinaria. Se trataba
de una guerra hombre-insecto, un enfrentamiento vitalicio. Aunque diario podían
hallarse, lo mismo en la cocina que en la sala o en el baño, pequeñas manchas
producto de los minúsculos cadáveres aplastados; aunque podría decirse que los
dípteros triunfaban siempre, puesto que nunca dejaban de rondar las paredes de
las diferentes habitaciones, o la mesa y los alimentos que se dejaban
descubiertos.
Esos gritos, el posterior regaño
y el manotazo dado por su padre en el antebrazo de Manolo, hicieron que el
pequeño por primera vez cobrara conciencia de su repulsión para dar muerte
aunque fuera a un ser tan pequeño. Su corta edad, quizá, es lo que había
ocasionado que nunca antes se hubiese puesto a pensar en ello, pero ahora era consciente:
sabía que el piquete de un mosquito le produciría una roncha y comezón
incontrolable, pero no era capaz de asesinarlo aún cuando lo sorprendiera in fraganti, succionando pequeñas
cantidades de su sangre. No podía comprender, cómo sus amigos disfrutaban, por
ejemplo, ir a cazar lagartijas con sus resorteras a los terrenos baldíos
cercanos a su escuela.
Ahora que lo pensaba, el chorizo
que estaba sirviendo su madre también era producto de la muerte. Peor aún: de
la muerte que su padre provocaba cada día. Don Julio se dedicaba a matar cerdo,
trabajaba para Señor Tobías, el carnicero más gordo y adinerado del pueblo. No
era posible ¿Cómo podía ser que su papá hubiera hecho de la muerte una forma de
ganarse la vida?
Pero ahora que Manolo lo
pensaba, Don Julio había sido un aficionado de los asesinatos desde que
recordaba. Le encantaban las películas de acción y disparos, su favorita era Caracortada. Era también un aficionado
de las corridas de toros a tal grado que eligió el nombre de su hijo inspirado
en Manolete, el torero famoso de los años ’40. Su padre podía ver una hormiga,
una araña, un mosquito, una tijerilla, una cochinilla e inmediatamente le daba
muerte.
Esa idea simplemente no cabía en
la mente del pequeño Manolo. Pero, ahora que cavilaba con tranquilidad,
mientras con sus cubiertos meneaba las verduras en su plato con las que fue
servido el chorizo, muchas cosas estaban relacionadas con matar. Los pedazos de
brócoli sólo se pudieron conseguir asesinando a la planta, lo mismo que las
zanahorias y el chayote; incluso la deliciosa agua de mango tuvo que tener como
antecedente el hecho de cortar los frutos del árbol. Decían en la escuela que el
combustible que hacía que el camión que lo llevaba a la escuela se moviera,
estaba hecho a partir de una sustancia negra, que no eran otra cosa que cadáveres
descompuestos desde hace incontables años; y que las hojas de sus exámenes y
sus cuadernos eran troncos de árboles procesados, árboles que tuvieron que ser
talados, asesinados. En la tele ocasionalmente pasaban algún programa de la
vida animal, aunque éste siempre era una repetición incesante: Felinos de
África. Los guepardos, leonas y pumas cazaban gacelas, ciervos, cebras, ñus,
vacas mediante sigilo, velocidad, garras y colmillos. El asesinato era algo
natural en todos los seres, pero no en él. Matar le daba asco, aunque fuera a
una simple mosca ¿Y si era una mosca mamá y sus hijos la estaban esperando?
La noche siguiente comenzó a
caer una lluvia que prometía pasar desapercibida, pero nunca se puede asegurar
tal cosa cuando se trata de la naturaleza. Pronto vinieron los truenos en el
cielo y la tierra vibraba conforme los rayos iban cayendo. La lluvia se volvió
tan fuerte que la señal de televisión se cayó y las luces comenzaron a
parpadear a ratos. Manolo odiaba estas tormentas porque se veía obligado a recluirse
en su cuarto, a tratar de retomarle el encanto a juguetes que hacía algún tiempo
aborrecía. Desde su ventana podía ver el jardín de su casa, ahí el agua subía
su nivel segundo a segundo, cubriendo el pasto y el adoquín. Le daba coraje no
poder salir a jugar ni al interior de su domicilio, ni siquiera unas vueltas en
bicicleta ¡Bicicleta! Su juguete de dos ruedas estaba ahí, en medio del patio,
mojándose en cada tubo de metal y cada tornillo. Si Don Julio descubría eso, le
propinaría una tunda peor a la que ocasionó la mosca: todos saben que la lluvia
mata poco a poco las bicicletas, su padre no estaba para comprar una nueva cada
año.
Sin decir nada a sus padres,
Manolo salió tal cual estaba vestido, todo sería rápido. Era cuestión de salir,
levantar la bici del suelo, llevarla al pasillo más cercano y secarla un poco
con una franela; si bien se mojaría la ropa un poco, no habría tanto problema.
Así que decidido, salió al patio, llegó a la bicicleta, la iba a tomar del
manubrio y en ese instante saltó hacia atrás de inmediato por el susto. Un
enorme sapo ojón y pardo parecía estar ahí específicamente para impedir que Manolo
cumpliera su misión. El tamaño del anfibio era espantoso, pero el brillo de su
piel lo hacía más aterrador, parecía que el animal se reconocía a sí mismo como
una de las fobias más grandes del niño y aprovechaba esa condición para
permanecer en el sitio.
Manolo no podía permitir que su
padre descubriera la bicicleta mojándose, tampoco que él hubiese salido a la lluvia
sin cubrirse adecuadamente, peor sería si lo sorprendían siendo asustado por un
sapo. El regaño sería monumental. Su hombría sería desacreditada por su propio
padre: “¡Cómo le vas a tener miedo a un sapo! ¡¿Eres puto o qué?!”.
Manolo se acercó al manubrio más
por temor a las represalias que por valor propio, inhalaba a ritmo acelerado la
humedad del ambiente lluvioso, la mirada fija en el sapo que le devolvía sus
ojos saltones. Su miedo era inmenso.
El tiempo pasaba, así que decidió
replantear la estrategia. Apartaría de la zona a su húmedo contrincante con el
pie, solo unos centímetros que le permitieran hacer un movimiento rápido para
que finalmente pudiera levantar la bici del suelo.
Poco a poco su pie se iba
acercando al anfibio y, cuando estuvo a punto de tocarlo, aquel animal dio un
salto en dirección del niño. Manolo únicamente alcanzó a saltar al mismo tiempo
que pegó un grito de terror que, por suerte, sus padres no escucharon. Al caer
pudo sentir la forma en la que la goma de sus suelas estrujaban el cuerpo del
sapo, al instante y alrededor de sus tenis observó que había pequeñas vísceras
regadas, un líquido oscuro y pellejo verdoso, nada con vida. La viscosidad que
podía sentir debajo de sus pies resultaba asquerosa.
Un rayo en el cielo hizo que
volviera a sentir la lluvia en sus hombros. Tomó la bici, la llevó apresurado
al pasillo, pero no pudo secarla ante su ansiedad. Entró rápido a su
habitación, se quitó los tenis, los calcetines, calzó su par de sandalias, se
cambió la camiseta y se puso un impermeable. Luego fue hasta la sala, donde sus
padres conversaban, tomó el teléfono de Don Julio y salió de nueva cuenta al
patio. Mientras tomaba fotos del cadáver destripado una sonrisa invadió el
rostro de Manolo. Matar se sentía tan bien. Era un acto de defensa anticipada
que disfrazaba el placer mundano de acabar con la vida de algo. Era sólo un
niño pero bastante listo como para entender y gozar el acto de asesinar.
- ¡Mira, papá! ¡Maté un sapo muy
grande sólo con mis pies!- Manolo mostraba las fotografías a Don Julio, quien
orgulloso, tuvo una mejor impresión de su hijo a partir de ese momento.