domingo, 9 de octubre de 2016

MOSCAS, FELINOS Y UN SAPO

- ¡Que mates esa pinche mosca!- gritaba Don Julio a Manolo ante la desobediencia inmediata de éste, su hijo, a dar muerte al insecto que rondaba en el comedor.

Como el niño sólo alcanzó a perder su mirada en el alado y diminuto enemigo de su padre, el señor tuvo que hacer por su cuenta lo que había ordenado. La mosca había estado posada a placer varios segundos sobre la mesa, susceptible a la muerte y nadie había aprovechado su descuido.

Todos los días era el mismo cuento: Don Julio tomaba un trapo o un matamoscas de plástico para aniquilar a esos pequeños seres que fastidiaban su existencia de forma rutinaria. Se trataba de una guerra hombre-insecto, un enfrentamiento vitalicio. Aunque diario podían hallarse, lo mismo en la cocina que en la sala o en el baño, pequeñas manchas producto de los minúsculos cadáveres aplastados; aunque podría decirse que los dípteros triunfaban siempre, puesto que nunca dejaban de rondar las paredes de las diferentes habitaciones, o la mesa y los alimentos que se dejaban descubiertos.

Esos gritos, el posterior regaño y el manotazo dado por su padre en el antebrazo de Manolo, hicieron que el pequeño por primera vez cobrara conciencia de su repulsión para dar muerte aunque fuera a un ser tan pequeño. Su corta edad, quizá, es lo que había ocasionado que nunca antes se hubiese puesto a pensar en ello, pero ahora era consciente: sabía que el piquete de un mosquito le produciría una roncha y comezón incontrolable, pero no era capaz de asesinarlo aún cuando lo sorprendiera in fraganti, succionando pequeñas cantidades de su sangre. No podía comprender, cómo sus amigos disfrutaban, por ejemplo, ir a cazar lagartijas con sus resorteras a los terrenos baldíos cercanos a su escuela.

Ahora que lo pensaba, el chorizo que estaba sirviendo su madre también era producto de la muerte. Peor aún: de la muerte que su padre provocaba cada día. Don Julio se dedicaba a matar cerdo, trabajaba para Señor Tobías, el carnicero más gordo y adinerado del pueblo. No era posible ¿Cómo podía ser que su papá hubiera hecho de la muerte una forma de ganarse la vida?

Pero ahora que Manolo lo pensaba, Don Julio había sido un aficionado de los asesinatos desde que recordaba. Le encantaban las películas de acción y disparos, su favorita era Caracortada. Era también un aficionado de las corridas de toros a tal grado que eligió el nombre de su hijo inspirado en Manolete, el torero famoso de los años ’40. Su padre podía ver una hormiga, una araña, un mosquito, una tijerilla, una cochinilla e inmediatamente le daba muerte.

Esa idea simplemente no cabía en la mente del pequeño Manolo. Pero, ahora que cavilaba con tranquilidad, mientras con sus cubiertos meneaba las verduras en su plato con las que fue servido el chorizo, muchas cosas estaban relacionadas con matar. Los pedazos de brócoli sólo se pudieron conseguir asesinando a la planta, lo mismo que las zanahorias y el chayote; incluso la deliciosa agua de mango tuvo que tener como antecedente el hecho de cortar los frutos del árbol. Decían en la escuela que el combustible que hacía que el camión que lo llevaba a la escuela se moviera, estaba hecho a partir de una sustancia negra, que no eran otra cosa que cadáveres descompuestos desde hace incontables años; y que las hojas de sus exámenes y sus cuadernos eran troncos de árboles procesados, árboles que tuvieron que ser talados, asesinados. En la tele ocasionalmente pasaban algún programa de la vida animal, aunque éste siempre era una repetición incesante: Felinos de África. Los guepardos, leonas y pumas cazaban gacelas, ciervos, cebras, ñus, vacas mediante sigilo, velocidad, garras y colmillos. El asesinato era algo natural en todos los seres, pero no en él. Matar le daba asco, aunque fuera a una simple mosca ¿Y si era una mosca mamá y sus hijos la estaban esperando?

La noche siguiente comenzó a caer una lluvia que prometía pasar desapercibida, pero nunca se puede asegurar tal cosa cuando se trata de la naturaleza. Pronto vinieron los truenos en el cielo y la tierra vibraba conforme los rayos iban cayendo. La lluvia se volvió tan fuerte que la señal de televisión se cayó y las luces comenzaron a parpadear a ratos. Manolo odiaba estas tormentas porque se veía obligado a recluirse en su cuarto, a tratar de retomarle el encanto a juguetes que hacía algún tiempo aborrecía. Desde su ventana podía ver el jardín de su casa, ahí el agua subía su nivel segundo a segundo, cubriendo el pasto y el adoquín. Le daba coraje no poder salir a jugar ni al interior de su domicilio, ni siquiera unas vueltas en bicicleta ¡Bicicleta! Su juguete de dos ruedas estaba ahí, en medio del patio, mojándose en cada tubo de metal y cada tornillo. Si Don Julio descubría eso, le propinaría una tunda peor a la que ocasionó la mosca: todos saben que la lluvia mata poco a poco las bicicletas, su padre no estaba para comprar una nueva cada año.

Sin decir nada a sus padres, Manolo salió tal cual estaba vestido, todo sería rápido. Era cuestión de salir, levantar la bici del suelo, llevarla al pasillo más cercano y secarla un poco con una franela; si bien se mojaría la ropa un poco, no habría tanto problema. Así que decidido, salió al patio, llegó a la bicicleta, la iba a tomar del manubrio y en ese instante saltó hacia atrás de inmediato por el susto. Un enorme sapo ojón y pardo parecía estar ahí específicamente para impedir que Manolo cumpliera su misión. El tamaño del anfibio era espantoso, pero el brillo de su piel lo hacía más aterrador, parecía que el animal se reconocía a sí mismo como una de las fobias más grandes del niño y aprovechaba esa condición para permanecer en el sitio.

Manolo no podía permitir que su padre descubriera la bicicleta mojándose, tampoco que él hubiese salido a la lluvia sin cubrirse adecuadamente, peor sería si lo sorprendían siendo asustado por un sapo. El regaño sería monumental. Su hombría sería desacreditada por su propio padre: “¡Cómo le vas a tener miedo a un sapo! ¡¿Eres puto o qué?!”.

Manolo se acercó al manubrio más por temor a las represalias que por valor propio, inhalaba a ritmo acelerado la humedad del ambiente lluvioso, la mirada fija en el sapo que le devolvía sus ojos saltones. Su miedo era inmenso.
El tiempo pasaba, así que decidió replantear la estrategia. Apartaría de la zona a su húmedo contrincante con el pie, solo unos centímetros que le permitieran hacer un movimiento rápido para que finalmente pudiera levantar la bici del suelo.

Poco a poco su pie se iba acercando al anfibio y, cuando estuvo a punto de tocarlo, aquel animal dio un salto en dirección del niño. Manolo únicamente alcanzó a saltar al mismo tiempo que pegó un grito de terror que, por suerte, sus padres no escucharon. Al caer pudo sentir la forma en la que la goma de sus suelas estrujaban el cuerpo del sapo, al instante y alrededor de sus tenis observó que había pequeñas vísceras regadas, un líquido oscuro y pellejo verdoso, nada con vida. La viscosidad que podía sentir debajo de sus pies resultaba asquerosa.

Un rayo en el cielo hizo que volviera a sentir la lluvia en sus hombros. Tomó la bici, la llevó apresurado al pasillo, pero no pudo secarla ante su ansiedad. Entró rápido a su habitación, se quitó los tenis, los calcetines, calzó su par de sandalias, se cambió la camiseta y se puso un impermeable. Luego fue hasta la sala, donde sus padres conversaban, tomó el teléfono de Don Julio y salió de nueva cuenta al patio. Mientras tomaba fotos del cadáver destripado una sonrisa invadió el rostro de Manolo. Matar se sentía tan bien. Era un acto de defensa anticipada que disfrazaba el placer mundano de acabar con la vida de algo. Era sólo un niño pero bastante listo como para entender y gozar el acto de asesinar.


- ¡Mira, papá! ¡Maté un sapo muy grande sólo con mis pies!- Manolo mostraba las fotografías a Don Julio, quien orgulloso, tuvo una mejor impresión de su hijo a partir de ese momento.





Imagen tomada de / Image taken from www.nickgarbutt.com
Marbled Green Burrowing Frog (Scaphiophryne madagascariensis) singing at night. Mid-altitude rainforest, Andasibe-Matadia National Park, eastern Madagascar.